Mujeres en Guerra

Los dueños del relato

Escribió la portentosa Svetlana Alexiévich que la guerra no tiene rostro de mujer. Quizás porque hasta el siglo XX el storytelling bélico ha estado dominado por las aventuras y vicisitudes de soldados, mercenarios, ministros o generales, mientras se ha insistido en presentar a las mujeres como las sufridas viudas o madres dolorosas, siempre víctimas del enfrentamiento eterno de los hombres. Pero ni las mujeres somos seres de luz ni meras espectadoras pasivas de la estupidez humana. Las guerras, y las historias, tienen varias versiones, solo depende de quien las escriba.

 A principios del siglo XII una joven aristócrata llamada Teresa heredó de su padre, el rey leonés Alfonso VI, el pequeño Condado de Portucale, allí entre el Miño y el río Mondego. Cuando se quedó viuda, y con puñado de churembeles a su cargo, Teresa conquistó miles de hectáreas a los musulmanes, se montó un castillito de amor con un gallego buenorro, fue reconocida por el Papa y los reinos vecinos como la legítima Reina de Portugal y cabreó a todos los obispos y señoros de sus dominios.  


(I´m the real Queen)

Acabó derrotada en el campo de batalla por su propio hijo, nuestro superhéroe medieval Afonso Henriques, quien le arrebató el trono y el relato del nacimiento de la nacionalidad portuguesa. Novecientos años después, los libros escolares solo recuerdan a la valiente Teresa como la madre de nuestro primer rey y no como la increíble mujer que fue el germen de Portugal. Así nos va.


(Inês Negra en un día normal)

Porque aunque las mujeres lleven siglos luchando al lado de los hombres como iguales, enterrando a maridos e hijos para defender fortalezas y baluartes, su memoria se ha ido borrando con el tiempo, quizás porque nadie escribe sobre ellas. En vez de eso, las plazas de los pueblos portugueses se han llenado de estatuas de vengadoras legendarias que supuestamente lucharon contra los soldados castellanos metiéndolos en el horno, persiguiéndolos a palazos por la calle e incluso a puñetazo limpio. Sinceramente, me molan mucho más las defensoras de Diu o Mazagão, sobre todo porque existieron de verdad. 

La fuerza de las mujeres        

Cuando el siglo XX amaneció, se encontró con un Portugal en violenta transformación. En 1908 nuestro rey Carlos I había sido asesinado en el centro de Lisboa, la inestabilidad política acuciaba la economía y el devenir del pueblo y un incipiente y poderoso movimiento feminista luchaba por cambiar las estructuras sociales, políticas y morales del país. 
 


Gracias al espíritu laico, republicano e internacionalista de aquellas organizaciones feministas compuestas por médicas, pedagogas y periodistas nacieron las primeras asociaciones benéficas de ayuda a los soldados portugueses enviados a la más cruenta de las contiendas del siglo XX, la Primera Guerra Mundial, en la que Portugal estúpidamente participó. Se gastaron una pasta gansa en campañas mediáticas, se aliaron con señoras monárquicas, católicas y millonarias para enviar ayuda humanitaria al frente y, encima, exigieron que Estado concediera, por primera vez en milenios, ayudas económicas para las mujeres que sustituyeron a los hombres en los campos y fábricas del país.  
 

Este esfuerzo de guerra de las increíbles mujeres republicanas culminó en la creación del primer grupo de enfermeras laicas de la historia de Portugal, dando finalmente reconocimiento social y un sueldo a aquellas mujeres que llevaban siglos asistiendo a las víctimas de los conflictos armados. La estupenda Condesa de Burnay les regaló un palacete donde instalaron el primer hospital que acogía a los heridos de guerra, fueron pioneras en la rehabilitación de los mutilados y junto con la Cruz Roja, formaron y profesionalizaron decenas de mujeres que querían ser algo más que ángeles de la beneficencia. En su honor hay una calle en Lisboa llamada “Enfermeiras da Grande Guerra”, que hace esquina con la “Rua do Triângulo Vermelho”, donde viví algunos años y tan feliz fui.
    

Buscando refugio 


Aquel verano de 1492 las aldeas fronterizas de Portugal eran la imagen de la desesperación y el espejo del fracaso de la Humanidad. Centenas de miles de familias judías expulsadas de su amado Sefarad por los católicos Isabel y Fernando, suplicaban refugio a cambio de un visado gold al supuestamente benévolo reino lusitano. Pero ni todo el dinero del mundo garantiza la paz y tras cinco años de secuestros, asesinatos y persecuciones los sefardíes abandonaron para siempre la Península Ibérica e iniciaron la más dolorosa y eterna de las Diásporas. Muchos de los que consiguieron salvarse lo hicieron gracias a la valentía y fortuna de Gracia Nasi, la Señora, una judía portuguesa de la que ya te hablé y que organizó la mayor red de rescate de judíos de la historia y que incluso financió la creación de lo que sería el embrión renacentista del Estado de Israel. 

 
(Henriette y sus niños)

Quinientos años más tarde, una maestra holandesa llamada Henriette Pimentel, descendiente de aquellos sefardíes portugueses que huyeron a los Países Bajos en busca de tolerancia, salvó del Holocausto a 600 niños judíos cuyos padres habían sido enviados a los campos de exterminio nazi. Aunque ella no sobrevivió, se cree que durante la II Guerra Mundial más de 100.000 refugiados judíos, muchos de ellos ayudados por el más justo de los hombres, el cónsul portugués en Burdeos, Aristides de Sousa Mendes, utilizaron Portugal como única escapatoria hacia América, llenando las calles de Lisboa de acentos lejanos, señoras hermosas y ropas extravagantes. 


Pero no siempre los refugiados vienen de países lejanos y amenazados por un tirano demente. Tras la caída de la Dictadura en 1974 y debido al abrupto proceso de descolonización en África, más de 600.000 portugueses tuvieron que abandonar de golpe su casa, su trabajo y su manera de vivir en Angola, Mozambique y Guinea. Quedaron conocidos como los “retornados”, aunque muchos de ellos jamás habían pisado la Metrópolis y Portugal se les antojase un lugar oscuro y conservador, a años luz de aquellas cálidas y exuberantes tierras africanas. La llegada de estos refugiados causó desconfianza y por muchos eran vistos como unos extranjeros, usurpadores e inadaptados, pero lo cierto es que la sociedad y el idioma se modernizaron, se introdujeron nuevos ingredientes en la gastronomía y la música empezó a tener otros ritmos. Refugiados, como estamos viendo estos días, podemos ser todos. Po eso, hoy mis oraciones, esta Carta y su sello son dedicados a todos ellos.

Un canción (de adolescente) de despedida



Hoy te mando esta Carta Portuguesa desde las tierras de la frontera, rodeada de alcornoques y encinas en la hermosa dehesa extremeña. 

Acabo por eso la Carta con esta versión tan bonita de Planicie de la querida Mafalda Veiga, el primer disco que me compré siendo adolescente. Espero que te guste.
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Obrigada por leres esta carta. Te escribo dentro de quince días.

Rita Barata Silvério
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