Lisboa, rainha do mar
Desde que la fundara ese ligón antológico llamado Ulises, Lisboa lleva tres mil años siendo uno de los puertos comerciales más importantes del Atlántico. Y es que los fenicios ya negociaban con caballos, sal y estaño en el Delta del Tajo mientras Roma no era más que una aldea insignificante. Gracias a los Descubrimientos, Lisboa se convirtió en el siglo XV en el centro económico de un imperio inabarcable y en el gran mercado donde se vendían sedas, especias, perlas y esclavos de todos los rincones del mundo.
De esa Lisboa que fue el centro del mundo civilizado han sobrevivido nombre de calles, palabras que suenan a África y una gastronomía que ha integrado sabores lejanos en las costumbres de sus barrios más tradicionales. Las churrasqueiras que los domingos se llenan de familias de clase media no serían lo mismo sin el piri-piri, el picante de los retornados africanos, ni los juerguistas hubiéramos sobrevivido a la noche lisboeta sin un buen plato de cachupa caboverdiano a las tantas de la madrugada.
(Gracias, cachupa)
Pero no hay plato que demuestre mejor esa herencia de la Lisboa internacional y abierta que la crujiente y picante
chamuça que las comunidades índicas de Goa o de Mozambique llevaron a Portugal hace siglos y que se comen en cualquier
pastelaria como los portuguesísimos
pastéis de bacalhau. El cosmopolitismo se inventó en Lisboa, pero no hizo falta ponerle siquiera un nombre. Lisboa es así de generosa y despistada.