En julio las playas nos esperan!

Hoy te mando la Carta Portuguesa con el tema más importante del verano: ¿cuál es la mejor playa de Portugal? Con más de 900 kilómetros de costa, la respuesta ni es fácil ni consensual. De Caminha a Vila Real de Santo Antonio hay playas de arena blanca para todos los gustos: las hay que son paraísos secretos, más familiares y las preferidas del famoseo nacional, que de eso también tenemos. Por eso, cuando el calor empieza a apretar las revistas y webs de lifestyle nos bombardean con las guías definitivas y las listas fundamentales de las mejores playas del país.  

Desde que a principios del siglo XIX las clases aristocráticas empezaron a bañarse en el mar con fines terapéuticos, todo una industria nació en torno al turismo en el Norte de Portugal. Una red ferroviaria que unía de modo relativamente eficiente el interior y el litoral permitió que familias enteras se desplazaran durante todo el verano a la costa llevándose literalmente la casa a cuestas. Gracias a esas vacaciones en las "playas de baños” en la Foz de Oporto o en pueblos como Granja se construyeron palacetes en frente al mar donde alojar a estos veraneantes más ricos, mientras que las clases burguesas se iban instalando en los nuevos hoteles e incluso en las casas que les alquilaban los pescadores, en una especie de airbnb decimonónico que nunca ha pasado de moda.

Precisamente, hoy te escribo sobre estas playas, desde Lisboa a la frontera con Galicia, donde la temperatura del agua nunca sube de los 18 grados, las noches necesitan abrigo y el Atlántico parece infinito, sin límites.
 
Españoles en el mar portugués
 
 
 
El descubrimiento de Portugal por parte de los turistas españoles no es cosa de campañas recientes o reportajes entusiasmados sobre las maravillas de nuestra costa. En la década de los 80 del siglo XIX miles de familias españolas ya se instalaban de junio a septiembre en el litoral portugués, servidos por una red de trenes “especiales y rápidos” que conectaban Madrid con Lisboa, Salamanca con Figueira da Foz y Badajoz con Espinho.
 
Colonias de extremeños, gallegos y castellanos llenaban los cafés, asambleas recreativas y los recién inaugurados hoteles y, según los periódicos de la época, en verano casi no se escuchaba hablar portugués en esos pueblos tan de moda.
 
Era tanta la importancia de la colonia española en estas ciudades costeras que no solo se modificaron la frecuencia y los precios de los trenes que los llevaban a las playas, como también se crearon casinos exclusivos para ellos en Figueira da Foz o una plaza de toros en Espinho con el fin de hacer crecer su economía, vida social y los romances ibéricos. 
Conocidas son las crónicas que relatan la fascinación de los “portugueses lánguidos y soñadores” por las mujeres españolas de “mirada penetrante”. Dicen que los vals en Paço d’Arcos ganaban más velocidad e ímpetu si asistían señoritas españolas y en Póvoa de Varzim se comparaban las gallegas joviales y tremendamente alegres con las mujeres locales, mucho más tímidas y recatadas.
 
Cincuenta años antes que Juan de Borbón se mudara a Estoril con su corte imaginaria, ya Unamuno paseaba por las playas de Espinho, quién sabe si leyendo el único periódico en castellano en esa época, “El Bañero”. Hoy, estas playas urbanas del norte de Portugal siguen siendo importantes destinos turísticos, con menos españoles eso sí, pero con las mismas barracas, casinos y muchas familias paseando por el paseo marítimo al final del día. 
Surfin' Portugal
 
Cuando en 2011 un señor llamado Garrett Mcnamara cabalgó una ola de 28 metros en un pintoresco pueblo al norte de Lisboa llamado Nazaré, medio mundo creyó haber encontrado el nuevo paraíso para los amantes de las olas gigantes. 

Pero más allá de este hecho extravagante, Portugal ya era un punto internacional de surf en los años 60. Americanos, ingleses y australianos fundaron el Little Hawai en Ericeira y los pescadores de Aveiro o Baleal pronto se acostumbraron a ver a chavales descalzos, cargando tablas enormes debajo del brazo y con trajes de neopreno por la cintura.

Al igual que sucedió en España, donde la práctica del surf fue importada después de la guerra de Vietnam como cuenta el documental La Primera Ola, Portugal rápidamente adoptó este deporte como propio. Al fin y al cabo, tenemos un patio de juegos con más de 900 kilómetros y no hay niño al que no le hayan regalado una tabla de bodyboard o de skimmy una vez en la vida.
 
Los colegios incluyen en sus campamentos de verano clases de surf y las pruebas de los campeonatos mundiales son todo un acontecimiento mediático, con retransmisiones en la televisión y eco en los medios de comunicación. Lo normal es que en las playas de Viana do Castelo, Esposende o Figueira da Foz abuelos y niños pequeños compartan el arenal con chavales que salen del mar cuál maromazos de Le llaman Bodhy. Precisamente debido a este respeto mutuo entre surfistas y el resto de la comunidad, además de una enorme sensibilidad ambiental, Ericeira fue nombrada la primera Reserva Mundial del Surf de Europa.

Y ahora, te voy a contar un secreto: muy cerca de la playa de los Supertubos, en Peniche, está una mis playas favoritas, Bom Sucesso. De arena blanca, acantilados verticales, una brisa yodada y ese rumor de las olas que embala el sueño, hay pocas playas en el mundo más hermosas y más genuinas, donde el Atlántico es lo que debe ser, indomable, incluso para los surfistas.
Cervezas heladas y marisco para todos
 
Mesas con manteles de papel, el imprescindible couvert con paté de sardina, aceitunas y quesitos y una televisión con tropecientas pulgadas en la pared para ver el fútbol, cómo nos gustan nuestras marisqueiras, tan ruidosas, familiares y democráticas.
 
A lo largo de toda la costa portuguesa estos templos de la gastronomía nos colman de sapateiras recheadas, percebes, las clásicas amêijoas à bulhão pato, ese divertido homenaje lingüístico a España llamado gambas à guilho, nécoras, búzios y el famoso camarão de Espinho, cocido con un puntito de picante y a tope de sal. Tesourinhos de nuestro mar que se acompañan de pan tostado bien untado de mantequilla, mientras unos camareros más que solícitos nos sirven las cervezas heladas a la velocidad de la luz. 

Pero no solo de marisco vive un portugués. En las marisqueiras no hay nada más económico que los snacks de rissóis de camarãopregos y esos platitos de pica-pau o moelas que tanto sirven de merienda como de cena barata y que hacen felices a parejas de abuelos, pandillas de adolescentes y familias con niños pequeños para quienes siempre hay una sopinha de legumes recién hecha.

Pero las superestrellas de las marisqueiras, amén del peixe grelhado, son los arroces de marisco y las caldeiradas cuyos ingredientes, como en todos los pueblos de tradición pesquera, varían según la generosidad de los mares y los gustos de las gentes. Estas sopas de pescado gustan en Póvoa de Varzim solo con sardina, mientras que las caldeiradas de anguilas de Aveiro son consideradas verdaderas delicias gourmets, con su característico color amarillo gracias al azafrán traído de las Indias. Las hay que sólo llevan patatas y caldo hecho con espinas del pescado, las que son hechas con pasta y las que se llaman cataplanas debido al recipiente de cobre donde se cocina.

Porque comer bien es una verdadera religión en Portugal, estas marisqueiras cervejarias nos permiten tener acceso al marisco y al pescado a precios asequibles y así educar a nuestros hijos en el gran arte de disfrutar de la mesa, ese sí, un verdadero derecho histórico.
Un Fado de despedida
 
Gaivota
Este mes que se cumple el centenario del nacimiento de la gran Amalia Rodrigues, me despido de ti con mi fado favorito de “Gaivota”. Porque nadie ha cantado, ni dicho, ni sentido, ni divulgado el fado como Amalia, aqui te dejo un discazo para que lo escuches con toda la calma que te permita nuestro mar portugués.
 
Te escribo dentro de quince días.

Obrigada por leres esta carta,
Rita Barata Silvério.
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