Con el alma en la garganta
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Portalegre,
Évora y
Beja son las tres capitales de un Alentejo que mide 320 km de norte a sur. Lejos de ser sólo esa
planicie inmensurable de las postales, Alentejo también está plagado de
sierras,
barrancos y valles.
Toda esta orografía tiene en común el
montado, la dehesa alentejana que con sus
alcornoques, encinas y los campos tapizados de un verde insultante en los días helados del invierno representan, para mí, el paisaje más hermoso de Portugal.
Fundidos con el horizonte alentejano, nos observan los
montes, esas casas blancas y
azules, símbolo de la
agricultura del latifundio y que durante siglos tanto han condicionado las relaciones sociales, la religiosidad y la
gastronomía de las gentes de la región.
Esparcidos por todo el Alentejo, alejados y solitarios, miles de familias habitaron estas construcciones hasta la mitad del siglo XX, trabajando arduamente la tierra de otros y condenados a una vida durísima, entre la
monda o la
ceifa del trigo.
Reza una leyenda familiar que así se conocieron mis abuelos, en la
apanha de la aceituna, cantando
modas bajo las estrellas, buscando quizás la calidez en la voz y el amor en los brazos del otro.
Cuando el progreso obligó a las familias a abandonar el campo y buscarse el pan en
la periferia de las capitales, estos cantares, lejos de ser olvidados, fueron protegidos en las
tabernas con tal fiereza que el
Cante Alentejano fue declarado
Patrimonio Inmaterial de la Humanidad.
Memorias antiguas, delicadas y rurales, de un pasado del que los alentejanos se muestran orgullosos y que mantienen vivo en sus
ropas, acento y expresiones únicas en Portugal. Así es el Alentejo: “
tão grande”.