Viaje al Alentejo

Hay una región en Portugal llena de matices, contradictoria y compleja, encajada entre el Atlántico y las tierras de España, que ocupa más del 30% del territorio nacional aunque sólo la habiten 700.000 personas, bañada por un mar de alcornoques y que a veces parece adormecida en los montes bajo un cielo estrellado de luz ancestral.
 
Es el Alentejo, donde la arquitectura, la gastronomía y la forma de hablar están íntimamente ligadas a una manera personalísima de entender la vida y que hace de esta región una de las más genuinas de Portugal.
El Alentejo es también la tierra de la familia de mi madre y allí está la ciudad donde nací, Estremoz, de una belleza blanca deslumbrante, forrada a mármol y que para mí siempre olerá a las empadas de galinha de mi abuela Cristina y a las farturas con canela del mercado del sábado.
 
Las noches de verano jugando à apanhada con los otros niños en el Pelourinho sin saber que se trataba de un Monumento Nacional del siglo XVI o las tardes calando las paredes de la casa de mis abuelos, Estremoz es mi infancia alentejana y la herencia estética que guardo como un tesoro.
 
Con esta Carta Portuguesa te traigo hoy el Alentejo de las recetas austeras y las fortalezas defensivas, el que sabe a cilantro y orégano, el Alentejo de las noches silenciosas y las calles blancas. Mi Alentejo.
 
Mi historia está en la frontera
 
En Elvas viví algunos años de mi niñez mirando, como el Forte da Graça, a Badajoz al otro lado de la Raya. Eran tiempos en los que había aduanas y despachantes, la frontera cerraba a las 12 de la noche y las historias de los contrabandistas que escapaban de la Guardia Civil aún estaban recientes.
La vida en el Alentejo de los años 80 era lenta y sin pretensiones, incluso en una ciudad que presume de ser la mayor fortificación abalaustrada del mundo, Patrimonio de la Humanidad y que fue la protagonista de la mayor batalla en la Guerra de Restauración de la Independencia portuguesa contra el rey español Felipe IV. Por cierto, la guerra la ganamos nosotros.
 
Aliviábamos el calor sofocante del verano alentejano bañándonos en las orillas del Guadiana bajo el Puente de Ajuda, mil veces abatido, reconstruido y víctima de cada una de las disputas ibéricas desde el mismo día en que la levantaron en el siglo XVI.
 
Algún sábado mi madre cruzaba  el Alentejo en Renault 5 para llevarnos a la Praia do Carvalhal, en Comporta, pasando por aldeas luminosas como Alandroal, Redondo o la imprescindible Alcáçovas, donde se firmó el Tratado por el que la pobre Beltraneja perdió cualquier oportunidad de coronarse como reina de Castilla.
 
Como Elvas, Marvão, Monsaraz o Barrancos, mi memoria alentejana está ligada a la frontera con España. Compartimos ríos, embalses y hasta dialectos, fuimos testigos de la brutalidad del otro y de las guerras del otro y aún discutimos entre vinos sobre la soberanía de Olivença, la villa alentejana que Portugal sacrificó en la Guerra de las Naranjas.
 
La raya alentejana ya no es una frontera y los que antes se miraban desde lados opuestos, son hoy los habitantes de una misma Eurociudad, ya sin aduanas, cambistas de pesetas a escudos y roaming que los separen.
Con el alma en la garganta

Portalegre, Évora y Beja son las tres capitales de un Alentejo que mide 320 km de norte a sur. Lejos de ser sólo esa planicie inmensurable de las postales, Alentejo también está plagado de sierras, barrancos y valles.
Toda esta orografía tiene en común el montado, la dehesa alentejana que con sus alcornoques, encinas y los campos tapizados de un verde insultante en los días helados del invierno representan, para mí, el paisaje más hermoso de Portugal.
 
Fundidos con el horizonte alentejano, nos observan los montes, esas casas blancas y azules, símbolo de la agricultura del latifundio y que durante siglos tanto han condicionado las relaciones sociales, la religiosidad y la gastronomía de las gentes de la región.
Esparcidos por todo el Alentejo, alejados y solitarios, miles de familias habitaron estas construcciones hasta la mitad del siglo XX, trabajando arduamente la tierra de otros y condenados a una vida durísima, entre la monda o la ceifa del trigo.
Reza una leyenda familiar que así se conocieron mis abuelos, en la apanha de la aceituna, cantando modas bajo las estrellas, buscando quizás la calidez en la voz y el amor en los brazos del otro.
 
Cuando el progreso obligó a las familias a abandonar el campo y buscarse el pan en la periferia de las capitales, estos cantares, lejos de ser olvidados, fueron protegidos en las tabernas con tal fiereza que el Cante Alentejano fue declarado Patrimonio Inmaterial de la Humanidad.
Memorias antiguas, delicadas y rurales, de un pasado del que los alentejanos se muestran orgullosos y que mantienen vivo en sus ropas, acento y expresiones únicas en Portugal. Así es el Alentejo: “tão grande”.

Inteligencia, olores y quesos en las cocinas

En las cocinas de mi familia alentejana siempre ha habido pan, queso, chorizo y aceitunas. Y también los temperos, las hierbas aromáticas cuyos olores llenan una casa y que otorgan a la gastronomía alentejana una personalidad excepcional, tan humilde y elegante, y que transforman platos austeros en sabrosas recetas donde no parece haber límites para la imaginación.
 
Los poejos en las açordas, las sopas da panela con hierbabuena y esas favas que hace mi abuelo Manuel con su molhinho de cheiros, son reflejo de la inteligencia alentejana y de su histórica capacidad para el aprovechamiento cuando los recursos son escasos.
 
Decía el gran Alfredo Saramago que la identidad de la cocina alentejana se basa en su intemporalidad y en su diversidad. Desde la influencia árabe en el ensopado de borrego al sarapatel, el plato sefardita que fue llevado por los navegantes a sitios tan remotos como Brasil o Goa, la gastronomía alentejana es tan global como singular. El exponente de este carácter autóctono y a la vez universal es el cilantro, imprescindible en el Alentejo desde hace miles de años, y sin el cual no existirían el guacamole o el Pad Thai. No olvides de agradecérselo a Vasco da Gama y a Cristóbal Cólon.
 
Necesitaría varias Cartas Portuguesas para explicarte lo alucinante que es la farinheira, el gozo que da comer con los dedos el entrecosto frito con massa de pimentão y lo reconfortantes que son los desayunos con tostadas de pão alentejano. Pero el placer no se explica.
 
Te aconsejo, por eso, que vayas a Estremoz, busques una adega y pidas unas sopas de tomate con orégano y uvas. Bebe el vino de la tierra, conversa, escucha y disfruta. Y, por favor, no tengas prisa. Entonces podrás entender el placer de la gastronomía - y de la vida - alentejana.

Un Cante de despedida
 

Para acabar, me gustaría que escucharas esta versión preciosa de la antigua moda Roubei-te um beijo, cantada por el alentejano Buba Espinho en su primer disco. Le acompaña su paisano, el maravilloso Antonio Zambujo.
Y si aún tienes “cuerpo de verano” y ganas de bailar, te dejo la playlist que me acompañó este verano en mis vacaciones atlánticas.

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