Portugueses en Brasil 

Huir para salvar un país 

Todo pintaba mal para el reino de Portugal aquel invierno de 1807. Napoleón Bonaparte había convertido Europa en su campo de batalla, derrocando dinastías y declarando la guerra a la poderosa Inglaterra, nuestro único aliado. El ultimatum francés fue claro, si Portugal no luchaba contra los ingleses sería arrasado por el brutal ejército francés. Parecía que al pobre Príncipe Regente João de Bragança no le quedaba otra que claudicar, perder la soberanía y ser invadido igualmente por las tropas napoleónicas. 

 
(João escapando)

Para salvar un reino no hay que ser valientes, solo prácticos. En vez de rendirse a los franceses, el 29 de noviembre de 1807 la Familia Real portuguesa al completo, junto a diez mil funcionarios, jueces, aristócratas, artesanos, curas, cerdos y gallinas, todo el dinero del Tesoro, obras de arte y diamantes de valor incalculable y la fabulosa Biblioteca Real, huyeron de Lisboa a toda prisa rumbo a Brasil, dando lugar a una de las anomalías históricas más cachondas de la Era Moderna. Por primera y única vez, la capital de un reino europeo sería transferida a una colonia en América. 
 
La travesía hasta la costa brasileña fue una sucesión de tempestades, estupideces, epidemias, disentería y plagas de ratas y piojos. Cuando la flota portuguesa llegó a Salvador de Bahía el 22 de enero de 1808, en pleno verano tropical, los desconcertados brasileños descubrieron que los gobernantes portugueses no pasaban de una panda de guarros malolientes, cubiertos con raídos trajes de terciopelo y mugrientas pelucas de lana. Ese día se empezó a escribir la historia de la independencia de Brasil, el que sería el único Imperio libre de América.

 
El portugués que lo cambió todo

Mientras el pueblo defendía heroicamente Portugal con la ayuda de las tropas inglesas, la Familia Real fijaba la capital del Imperio en Río de Janeiro, una ciudad caótica, sucia y sin estructuras para acoger a todo el aparato estatal. Los palacios de ricos comerciantes fueron expropiados para alojar sedes ministeriales y familias aristócratas, se abrieron los puertos brasileños al comercio internacional, fue inaugurado el Banco de Brasil y se autorizaron la creación de periódicos, fábricas y universidades. 


(João, disfrutando) 

Cuando finalmente João VI fue proclamado rey en 1816, había transformado una colonia lejana y destartalada en una Metrópoli cosmopolita, cohesionada y autosuficiente. Pero Brasil también cambió profundamente el carácter de aquel monarca feo, gordo y con fama de indeciso. João VI fue dichoso en aquellas tierras cálidas, donde disfrutaba de las serenatas de los castrati y cenas opíparas con súbditos muchos más simpáticos que los taciturnos portugueses. Sus hijos crecían asalvajados rodeados de bosques exuberantes y las broncas con su mujer, la pérfida e infiel reina Carlota Joaquina, acabaron cuando ella se mudó a un casoplón frente al mar donde podía fumar ciertas sustancias, intimar con africanos estupendos y bañarse desnuda. 


(Carlota Joaquina, intrigando)

Infelizmente, la derrota de Napoleón obligó al rey a volver al oscuro y frío Portugal, donde se encontró con un país dividido por las revueltas liberales y las conspiraciones de su mujer y el chungo de su hijo Miguel, un absolutista de mucho cuidado que provocaría la dramática Guerra Civil unos años más tarde. Por suerte, antes de morir envenenado, dejó el destino de su amado hogar brasileño en manos de su hijo, el príncipe Pedro, el primer Emperador de Brasil independiente y a quien dedico el sello de esta carta atlántica. 

El poder de la mezcla 
 

Desde que fue descubierto por Pedro Álvares Cabral en 1500, Brasil ha sido el destino preferido de desterrados, colonos sin escrúpulos, judíos que huían de la intolerancia y aventureros de todo pelaje. Pero no fue hasta el hallazgo de las minas de oro en el siglo XVIII que la emigración portuguesa se hizo realmente masiva, hasta el punto que el Estado portugués tuvo que prohibir el éxodo de centenas de miles de hombres que abandonaban sus tierras en busca de fortuna en aquel misterioso y exótico Nuevo Mundo.
  

(Emigrante portugués buscándose la vida)


En total, se cree que más de dos millones de portugueses emigraron a Brasil, ayudando a crear una sociedad mestiza formada por descendientes de esclavos africanos, indios, japoneses, sirios, españoles e italianos. La influencia portuguesa en Brasil va más allá del idioma, hablado allí por 213 millones de personas. Vemos Portugal en los retablos dorados de la alucinante Iglesia de São Francisco en Salvador de Bahía o en el empedrado de las calles de Río de Janeiro y, sobre todo, en su riquísima gastronomía, en la que la portuguesísima feijoada gana una dimensión tropical al ser mezclada con la exótica farofa



Pero además de las recetas de sus madres minhotas, los portugueses llevaron a Brasil cultivos, especias, animales y modos de cocinar de todos los rincones de su vasto Imperio colonial. El resultado de esta combinación de ingredientes asiáticos, africanos y americanos fue el nacimiento de una cocina exuberante, sabrosísima y única en el mundo. Mi plato favorito es la moqueca de camarão, un guiso maravilloso de origen indígena que hasta tiene un día oficial, el 30 de Septiembre. Habrá que celebrarlo, digo yo.

Un par de livros de despedida

Para saber más sobre las aventuras de la Corte portuguesa en Río de Janeiro, te recomiendo Imperio à Deriva, de Patrick Wilcken.

Sabores da Lusofonia, de Cherie Yvonne Hamilton, más que un libro de recetas, es un maravilloso viaje por la Historia de los Descubrimientos portugueses a través de la gastronomía.

Y aunque ya sabes que tienes una playlist de música brasileira, te dejo con Aquele Abraço del gran Gilberto Gil, una de mis canciones favoritas. Espero que te guste y la bailes mucho.

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Te escribo dentro de quince días.
Obrigada por leres esta carta.

Rita Barata Silvério
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