Hay en Lisboa un museo desconocido por los turistas e ignorado por los locales, aunque esté situado enfrente al río Tajo, en el mismo barrio donde el Monasterio de los Jerónimos, el apabullante CCB y la Torre de Belém reciben centenas de excursiones al día. Es el MAP, el museo que custodia la riquísima artesanía popular portuguesa y que no tiene quien lo visite. En él llevan décadas almacenados, como recuerdos de un pasado rural y a blanco y negro, delicadas piezas de la artesanía regional que me llevan de vuelta al Portugal más íntimo y querido, al de los adorables saquitos de lino bordados a mano en los que mis tías de la Beira Baixa guardaban el pan o a las colchas de Nisa que mi abuela Ilda esperaba regalarnos el día de nuestra boda.
(Pañuelo de los namorados)
Los aperos de la pesca manual del Algarve, los cestos de mimbre con los que las mujeres de Trás-os-Montes cargaban las uvas de la vendimia o los cencerros alentejanos tan bonitos y ruidosos que se exponen en este museo de las pequeñas cosas son parte de la memoria de un país que ha visto cómo el progreso ha transformado materiales de trabajo en unas reliquias que se venden en los mercadillos de domingo y que sólo parecen servir para decorar las casas de turismo rural.
(Las estupendas mordomas de Viana)
Es, sin embargo, en lo doméstico que la artesanía tradicional portuguesa ha sobrevivido sin apenas esfuerzos, quizás porque somos un pueblo de carácter sosegado y con un gusto especial por las tradiciones privadas. Los pañitos de encaje de bolillos con los que las madres siguen decorando las mesillas de noche, las lozas con forma de calabaza donde se sirve la sopa calentita o los increíbles tapices de lana de Arraiolos que llenan cualquier apartamento suburbano de color y buen gusto, siguen siendo imprescindibles en nuestro cotidiano íntimo y familiar. Pero nada es más emocionante que ver como nuestra milenaria y minuciosa filigrana dorada ha pasado de decorar los exuberantes trajes regionales del Minho a ser lucida por la reina Letizia, Sharon Stone y medio Instagram. Aunque, la verdad, a nadie le queda mejor que a las guapísimas mujeres de Viana de Castelo. Debe ser porque llevan siglos guardando en su pecho aquellos hermosos corazones de filigrana.
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Esta será la última Carta Portuguesa que te envíe este año. Ahora toca regresar a los míos, dar besos y recibir mimos, dormir entre las sábanas bordadas y coger fuerzas para seguir contándote historias de mi Portugal querido. Gracias por leer, reenviar y recomendar las Cartas Portuguesas. Muito obrigada por acompañarme en esta aventura que está siendo escribir sobre la Revolución de los Claveles, los éxitos de mujeres increíbles o las grandes pasiones de monjas, reyes y ministros.
Volver en Navidad a casa es recuperar los olores, sabores y acentos que permanecen todo el año adormecidos en la parte amorosa de la memoria, que es la infancia. Es recordar las fiestas navideñas en el colegio en Elvas, cantando “eu hei-de dar ao Deus menino uma fitinha para o chapéu”, el villancico más bonito de Portugal de origen barroco y que ha sobrevivido gracias a la labor de un coro que en los años 80 nos parecía horterísimo pero que rescató muchas de las antiguas canciones navideñas que ahora cantan los niños portugueses.
(Bonecos de Estremoz, Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO)
En la Navidad alentejana de mi niñez hacía mucho frío en las calles empedradas de Estremoz y la noche era oscura y solitaria, pero la casa de mis abuelos tenía un olor meloso a azevias y filhós, los dulces típicos que mi abuela Cristina freía y cubría de azúcar. En el árbol colgaban papás noeles y animalitos de chocolate y en el Belén nunca hubo Reyes Magos. Quizás por eso jamás nos traían regalos. Hoy, cuarenta años después de aquel Natal de azúcar y olor a chimenea, el mejor regalo es seguir teniendo la enorme suerte de compartir estas fiestas con todos ellos. Sinceramente, no se me ocurre mejor plan para los próximos días.
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