Por todo Portugal hay cientos de estatuas que nos recuerdan los 32 reyes y dos reinas que durante siete siglos intentaron mantener la siempre frágil independencia de nuestro país forjando alianzas, protegiendo fronteras y, sobre todo, fabricando mogollón de hijos. Desde la fundación de Portugal en 1139 hasta la implementación de la República en el siglo XX, la integridad de Portugal dependió casi siempre del nacimiento de niños sanotes que garantizaran la autonomía de la nación. A más herederos, menos interferencias extranjeras.
(Mami, yo soy guapo)
Y una vez asegurada la continuidad dinástica, nuestros reyes destinaron su energía a repartir sus regios espermatozoides por toda la geografía nacional, dando a la Historia de Portugal un número indeterminado de bastardos reales. Pero no todos corrieron la misma suerte. Si eran legitimados por sus lujuriosos y mayestáticos padres, su camino hacia la riqueza estaba asegurado, como les pasó a los niños de Pedro II, que aún nacidos de “mozas de barrer” llegaron a ser arzobispos, infantas y duquesas de renombre, o a los siete hijos ilegítimos del fervoroso rey Dom Diniz, un señor que tuvo tiempo para fundar la primera universidad portuguesa, escribir las “Cantigas de Amor” y acostarse con todas las damiselas que pudo.
(No fue reina, pero era divina)
Ya en el siglo XX menos fortuna tuvo la interesantísima María Pía de Bragança. Como el mujeriego Carlos I nunca la reconoció oficialmente como hija, dedicó toda su vida a luchar para ser considerada como la heredera legítima al trono portugués, enfrentándose a la dictadura de Salazar y a los monárquicos viejunos, mientras entrevistaba a Fidel Castro, bebía copas con la genial Natalia Correia y escribía libros sobre Alfonso XIII. Acabó sus días ciega, pobre y engañada por un ladronzuelo italiano de poca monta, que ahora se hace llamar “Su Alteza Real, El Rey de Portugal”. Como si no tuviéramos ya bastante con el verdadero.
(João, el guay)
Pero hay un bastardo que se negó a pasar a la historia como un personaje secundario. João de Avis, unos de los hijos ilegítimos de Dom Pedro, no solo se proclamó rey de Portugal en 1385, como firmó el tratado diplomático más antiguo del mundo, derrotó a los invasores castellanos en patriótica Batalla de Aljubarrota y encima fue el padre de aquella generación de príncipes brillantes que inició la fabulosa aventura de los Descubrimientos. No me extraña nada que João I fuera el rey favorito de mi abuelo Manuel.
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Mientras los reyes se lo pasaban genial de turismo sexual, la decencia de sus esposas se trataba como un asunto de Estado. Al fin y al cabo, un bastardo parido por una reina pondría en riesgo la integridad de Portugal, un pequeño país eternamente amenazado por poderosos e insaciables enemigos. Si sus Altezas no lucían reales cuernos era porque no había cronista que se atreviera a contarlo.
(Nunca me sacan guapa)
Quizás por eso la vida sexual de las reinas portuguesas sólo ha trascendido cuando la vida política del país ha sido un desastre. Cuando a principios del siglo XIV el tontolaba del rey Fernando no tuvo la inteligencia suficiente para defender la independencia de Portugal, la culpa se la endosaron a su mujer Leonor Teles, una señora divorciada, lista y forradísima que no hizo más que proteger, incluso en la cama, los intereses de su hija Beatriz, ella sí la verdadera heredera de Portugal.
(Anda que a mi...)
Y es que la ambición femenina nunca ha sido bien aceptada por el discurso oficial, y menos en el caso de la reina Carlota Joaquina, la única hija lista de vuestro Carlos IV y la tía más chunga, conspiradora y astuta del siglo XIX. Intentó ser reina de España, promovió la Guerra Civil portuguesa entre sus propios hijos, envenenó a su marido João VI y no le temía siquiera al todopoderoso Napoleón. Sí a todo, Carlota Joaquina.
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